Food styling esencial: trucos sencillos para texturas, color y apetitosidad en foto y video
La mesa es pequeña, la ventana generosa y el servicio empieza en media hora. El chef deja el plato y tú ves el potencial: color, volumen y una historia que aún no está escrita. El food styling no es maquillaje para engañar; es dirección de arte aplicada a comida real, para que se vea como sabe. Empiezas por el verde. Las hojas llegaron bien, pero el calor de la cocina les roba firmeza. Van cinco minutos a agua con hielo, salen tensas y brillantes. Las secas con cuidado y, con un pincel, das un toque de aceite neutro que atrapa la luz sin volverlo grasoso. Ese pequeño baño hace que el ojo lea “frescura” antes de que nadie lo diga. La proteína necesita carácter. La carne tiene su punto, pero la cámara pide contraste. Un brochazo mínimo de aceite, sal en escamas al final y un giro de diez grados frente a la luz. Nada más. Cuando el brillo aparece donde debe, el volumen se entiende. En pescados, unidas las láminas con paciencia, bastan dos hebras de cebollino para guiar la mirada a la parte más jugosa. Las especias van pensadas como textura, no como confeti. La altura cuenta historias. Un bowl pequeño oculto bajo la pasta crea ese “mont” que fotografiado de 45° se siente abundante. No hay trampa: solo estructura. En hamburguesas, la lechuga funciona como amortiguador, el queso tibio cae con intención y las salsas asoman apenas en el borde. Si hay corte, lo haces limpio y con cuchillo bien seco; la humedad sobreactuada mata el detalle. Las salsas son la puntuación del plato. Piensas en ellas como en la gramática: una línea para dirigir, un punto para cerrar. Pruebas primero fuera del set y eliges una cucharita o un biberón según la viscosidad. Demasiada salsa tapa texturas; muy poca no dice nada. Encuentras el trazo que completa la frase sin gritarla. Las bebidas viven y mueren a contraluz. Enfrías el vaso con tiempo, pules el cristal y colocas la luz detrás. Por fuera, una mezcla de glicerina y agua deja gotas persistentes que resisten el calor del set. Los cubos, bonitos y transparentes, no esos opacos de congelador casero. Un pequeño cartón bloquea reflejos rebeldes y de pronto el líquido adquiere profundidad. El control del caos es el trabajo silencioso. Retiras migas que no suman, cambias platos demasiado brillantes, enderezas cubiertos. El “desorden bonito” se construye con intención: dos migas bien puestas guían, veinte hablan de descuido. Cada gesto que eliminas permite que el protagonista respire. Llegado el momento del video, activas la coreografía mínima. La mano entra cuando la cámara está lista, la salsa cae con ritmo, el cuchillo abre sin prisa. Son tres gestos, no treinta. Si grabas sonido, el crujir y el burbujeo valen más que cualquier pista musical. La edición respeta la materia: cortes breves, enfoques firmes, color real. Todo ocurre en minutos, y sin atajos engañosos. No hay barnices tóxicos ni trucos que hagan incomible el plato. Trabajas con comida que se sirve después, porque del respeto nace el buen gusto. Lo que el cliente ve en la foto existe en la mesa y eso construye reputación. Al final, desmontas el set con la misma calma con que lo armaste. Guardas el pincel, secas el vaso, etiquetas el preset que funcionó y anotas el ángulo ganador para ese tipo de textura. Mañana repetirás el proceso con otros colores y otra historia, pero la lógica será la misma: claridad, intención y cariño por el detalle. Si te sirvió, puedes seguirme en Instagram y TikTok @kapofotografia para ver procesos reales, detrás de cámara y plantillas que facilitan el trabajo diario.
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